Posteado por: javibrasil | 2 julio 2005

ARMARIOS

Aquella tarde conseguí, por fin, que me creyeran al fingir, con extraña habilidad, mi dolor de tripa y así , por primera vez, pude evitar la rutinaria y habitual visita a casa de mi tía, donde siempre nos llevaban mis padres a mi hermana y a mi los sábados por la tarde. No es que no quisiera ir a visitar a la Tía Elena. Era divertido. Siempre me llamaba por un nombre que no era el mío y nos daba unas horribles galletas que acabamos dando de comer a aquel chucho que debía de tener por los menos los mismos años que mi tía. No, los motivo por los que fingí estar malo eran dos. Por un lado quería, a mis doce años, sentir qué era eso de la soledad de la que tanto hablaba tía Elena, aunque este, debo reconocerlo, era un motivo menor. El verdadero motivo para querer quedarme solo en casa era para entrar en el dormitorio de mis padres y abrir su armario. Algo que nos tenían terminantemente prohibido.

Uno, dos, tres, cuando salieron de casa y oí el ruido de la puerta cerrándose, doce, trece, catorce, me quedé muy quieto en la cama, inmóvil, con las manos agarradas al embozo de la sabana, setenta y dos, setenta y tres, setenta y cuatro, aguzando mucho el oído y contando hasta noventa y ocho, noventa y nueve, cien segundos para, de alguna manera, usar esos segundos como protección en el caso de que, por algún extraño motivo, decidieran volver. Saber que había contado hasta cien y que en ese tiempo no habían regresado, me daba una inconsciente seguridad en mi mismo y una absurda certeza de que hasta por lo menos dentro de un par de horas no volverían.

Así pues, comencé a pasear por la casa, con cierta aprensión, debo reconocerlo, dispuesto a enfrentarme a la soledad a toda costa. Pasados unos minutos llegué a la conclusión de que, al margen de que conocí decenas de nuevos matices sonoros que habitaban en mi casa y a los que nunca había prestado atención, la soledad era lo mismo que la compañía, solo que podía hacer lo que quisiera.

Habría pasado ya una media hora desde que mi hermana y mis padres salieron y aun no había entrado en su dormitorio. Me sorprendí a mi mismo por ese refinamiento algo perverso y extraño en un niño de doce años, por retrasar lo máximo posible el inicio de la conquista de mi objetivo. Pero decidí que ya era el momento.

La puerta del dormitorio como casi siempre, estaba abierta. Entré. Justo de frente, estaba la cama de matrimonio con su cabecero de forja. Cuando era mas pequeño y alguna noche de tormenta huía hasta el dormitorio de mis padres y conseguía asilo para pasar la noche en su cama, me gustaba seguir los dibujos de la forja con mi dedo, intentando llegar a través de sus laberínticos giros y contragiros de un extremo a otro. Nunca lo conseguí, y sin saber porqué, interpretaba esa decepción como una señal turbia y oscura.

Esta vez, y por superstición, no toque el cabecero con mis dedos. En una de las paredes laterales de la cama, había un gran crucifijo de madera y latón que parecía estar allí con el único motivo de coartar mi valentía. Decidí obviarle y me dirigí justo a la pared de enfrente, donde se encontraba el gran armario de tres puertas, ese que mis padres nos tenían totalmente prohibido tocar a mi hermana y a mi. A mi hermana, cinco años mas pequeña que yo, aquella prohibición le parecía la cosa mas normal del mundo, pero a mi no. Para mi aquella prohibición era el anverso de una invitación. Una invitación a abrir ese armario. Había llegado el momento. No se si era uno de los efectos de la soledad, pero comencé a tener miedo. Un miedo raro y agudo que no había sentido nunca antes. Pensé en desistir. Pensé en volverme a la cama, taparme la cara con la sabana y contar hasta mil, hasta diez mil si fuera preciso, hasta un millón, hasta que mis padres llegaran de nuevo.
No lo hice.

II

Abrí la mesilla de noche del lado donde dormía mi padre y en una pequeña caja de plástico, de esas donde viven las tarjetas de visita, allí estaba la llave. Hacía ya mucho tiempo que yo sabia donde la escondía. Los hijos sabemos tantas cosas de los padres que ellos ignoran que hasta sentimos una cierta conmiseración por su debilidad. Abrí, con mano temblorosa que no me sorprendió, la primera puerta del armario, la que estaba más a la izquierda. Como en las malas películas de terror que en mi adolescencia me aficioné a ver, la puerta emitió un leve pero continuado gemido hasta que quedó abierta del todo. Delante de mi había varios abrigos envueltos en mortajas de plástico transparente y zapatos, muchos zapatos de hombre en total desorden. En el suelo del armario, en una esquina, una pequeña caja metálica cuadrada de galletas. La cogí y me senté en el suelo del dormitorio. El miedo había desaparecido, y hasta sentía una especie de extraño rubor por ello. Abrí la caja.

Dentro había tres botes de betún, dos negros y uno marrón, una lata de grasa de caballo, dos gamuzas, un cepillo de durísimas cerdas desgastado, varios botones, un par de cordones negros y una peonza. La peonza fue lo único que reconocí como uno de los juguetes requisados por mis padres hace algún tiempo y a la que nunca había vuelto a echar de menos. Cerré la caja y volví a dejarla en el lugar donde estaba. Eché la llave a esa puerta del armario y fui a la tercera puerta, la que había junto a la pared. La abrí, aunque esta vez me costó más esfuerzo y eso hizo que regresará de nuevo el miedo, con lo que me quedé mucho más tranquilo. En este armario, que era más estrecho que las otras dos partes, solo había una cantidad increíble de juegos de sabanas, mantas, toallas que desprendían un olor delicioso y evocador que no olvidé nunca… Metí la mano por entre la ropa, esperando encontrar no se qué, pero nada hallé. Sólo unas cuantas botellas de whisky, de ginebra y de anís que mi madre escondía detrás de un grupo de sabanas, y otra copia de la llave que estaba metida entre dos toallas verdes. No sabía que existiera esa segunda copia de la llave, pero poco me importaba teniendo yo la otra.

Me dirigí finalmente al cuerpo central del armario, con una mezcla de curiosidad y de desolación. Lo abrí. Era una especia de armario gemelo del primero sólo que en versión femenina. Los mismos vestidos envueltos en plásticos, los zapatos de mujer, perfectamente ordenados. En la puerta, había una goma elástica colocada con dos chinchetas de la que pendían varios cinturones y unas cuantas corbatas, lo que me pareció entonces una incongruencia, una invasión de lo masculino en lo femenino. La única diferencia con el primer armario era que en este había una pequeña cajonera con tres gavetas. Reparé que para abrirlas tenía también que usar la llave. Aburrido ya con este juego y con ganas de acabarlo, introduje la llave en la cerradura, pero esa se negaba a girar. Durante un buen rato estuve forcejeando sin éxito, hasta que me acordé de aquella otra llave, aquella que yo había supuesto que no era mas que una copia de la que tenia en la mano. La cogí, la metí en la cerradura del primer cajón y este se abrió suavemente. En él solo había bragas y sujetadores de mi madre. Cerré rápido ese cajón y eché la llave. Me sentía turbado por haber estado manoseando la ropa interior de mi madre y eso, en aquella tarde extraña, era también una nueva e inexplicable sensación para mi.

Estaba nervioso, inquieto, tenia miedo. Y enfrente de mi, dos cajones sin abrir. Me sorprendí cuando, con una decisión que nunca supe de donde salió, metí la llave en el segundo cajón y, al igual que el primero, este se abrió suavemente.

III

Cuando mis padres regresaron, fingí que dormía, y noté como bajaban el tono de su voz. Yo había devuelto las dos llaves a sus guaridas y no había ninguna señal que pudiera indicar que había estado en el dormitorio de mis padres, y mucho menos que había abierto su armario. Noté como mi padre me acariciaba la mejilla dulcemente y como mi madre me daba un beso en la frente. Antes de que salieran de mi cuarto, entreabrí los ojos y los vi a los dos, de espaldas, apagando la luz
y entornando la puerta de mi cuarto.

Los odié.
Los odié a los dos.
Los odié para siempre.


Respuestas

  1. Evocador. Sin mas comentarios

  2. Você me enganou e nao contou o que ele descobriu – rs.

  3. Me encanta este cuento. El final abierto es realmente estremecedor, lo mejor de todo.


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